sábado, 23 de julio de 2011

innegable

Vela muertos que nunca en vida le fueron propios. Pliega mantillas que nunca usa ni le gustan. Improvisa religiones. Problematiza pecados. Dora lágrimas. Le quedan crocantes, las azucara, las sirve para el té. Dura. Transcurre. Late. Respira. No es.

Ninguno de sus muertos se entera de sus lágrimas (ni de las de nadie). Ninguno de sus llorados precisa de su endecha, ni de sus coronas de flores que mejor estarían en sus tallos. Por el vacío se deja llevar. Y dura, transcurre, late, respira, no es.

Buscó fertilidad en el páramo, cotizó monedas en los países del trueque, asfixió sus labios por falta de besos, dos líneas vírgenes secas de desear. Lustró ataúdes, enroscó lamparillas pastel, preparó café para quienes vinieran y aún hasta después de los aniversarios no llegó nadie. Jamás supo quién murió ni cuándo ni cómo. Pintó cruces hendidas en la tierra, hileras blancas sin oro debajo, pulsión viral de cobijar el luto.

Vio la mirada con la que nunca miraste. Escuchó el track que ninguno de tus discos tuvo. Acopió en tarros herméticos la sustancia que ninguna abeja pare. Jarabe amargo, pasta de moho, abrazos nulos, la miel mugrienta.

Y así casi la vida.

Y así casi todo el agua de los ojos.

Y así es así.

Pero en un instante sucede otra cosa: algo se sale de línea, algo se corre de regla; sin hinchadas de por medio, en un momento patea el tablero y mata para vivir, para nacer, mata con placer lo que impide ser. Y desde ahora y desde aquí, sin prensa y con lo puesto, comienza a ser. Es innegable que la vida se abre paso otra vez.


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