Es un horizonte pelado la pampa de
Griselda.
Monte seco, yuyales vivos y una luna
siempre arisca para escucharle los ritmos. Griselda es morocha y embriaga como
tinto. Cada mañana se despierta en desafíos con el sol, se moja el pelo con
agua dura y lo peina a puro injurio entre dientes. Si la escucha su abuela, ahí
nomás siente el rebenque en las piernas. La vieja le dice que jamás debe
maldecir lo que recibió, que no hay belleza real si el cuerpo fue forzado a una
imagen y semejanza que no son las originales. Griselda cede porque así ha sido
siempre, aunque no esté convencida.
El día la toma por el cuello y la empuja
a cosechar choclos para el caldo de dentro de un rato, a convocar a gallos y
gallinas con un himno gutural y desparramar granos de maíz desde su delantal en
una coreografía involuntaria. Griselda es una bandera de la pampa. Camina a
fuerza de tocar el horizonte.
El mediodía es rito familiar. La siesta,
rito de cada uno. La tarde irrita porque pareciera que las lagartijas se
vengaran de vaya a saber quién y pululan por todo el patio hasta encontrar los
huecos y entrar en los adobes, los cuartos, las camas, las sillas, los choclos
guardados, la leche encerrada en fiambreras, los bolsillos y las costumbres.
Las lagartijas tienen largo el lomo pero más largas la cola y la lengua.
Griselda dice que tienen más de una lengua pero pegadas con saliva de maulas.
Ella recorre el patio y la casa repartiendo agua para ellas y ninguna le
reconoce nada, nadie amaga siquiera a decirle Gracias.
El atardecer es casi su día dentro del
día. Ella se acurruca contra el crepúsculo y le cuenta la irritación y le
confiesa que el cuerpo le anda pidiendo contestar urgencias. Sabe que él es un
aliado fiel. Nadie sabrá las cosas que charlan, ni siquiera su abuela que
parece averiguarlo todo con sólo mirar. Vieja
coluda, le dice Griselda en voz baja, y piensa que a veces las lagartijas y
la gente de su rancho se parecen demasiado.
A la hora en que el sol y la luna, el
cielo y la pampa entablan una relación de chacareras, se sienta sobre un tronco
oxidado y pone sus pies en un agua de palangana de lata que se ocupa de cuidar
primorosamente desde que ni caminaba. Le gusta mojarse las piernas con sus
pies, se imagina que son como cántaros sus pies capaces de juntar agua y
regarla por donde el mundo necesite. Piensa que son cántaros sus pies, cántaros
de pasos, de huellas, incansables, que la llevarán hasta donde el horizonte.
¿Qué voy a hacer cuando llegue al
horizonte? ¿Qué voy a sentir cuando toque su línea primera, que es lo único que
hasta ahora le conozco? Porque estoy segura de que el horizonte no es
únicamente una línea, tiene que ser más, sino Dios lo sacaría y pondría otra
cosa, mirá si una línea así nomás va a ser la que rodee la tierra. ¿Qué voy a
decir ahí? ¿Será un lugar grande como la pampa? ¿La gente andará vestida como
en la ciudad o como cuando vamos a la misa los domingos? Ay, yo no tengo
vestido para llegar al horizonte, tengo que buscarme algo nuevo, algo lindito,
algo blanco, sí, algo blanco y lleno de puntillas o volados o bordes de flores
o bordado con hilos más blancos todavía. ¿Mi abuela habrá caminado hasta el
horizonte? ¿Y mi tata? ¿Y mi mama? ¿La gente vuelve después de llegar, o será
tan lindo que no dan ganas de volver?
El atardecer la escucha como si ella
fuera la única persona sobre la faz del planeta. Griselda es capaz de asombrar
aún hasta al ocaso. De pronto, un grito de padre la trae de nuevo a su lugar y
tiene que apurarse pues hay que preparar la mesa y picar un poco de ajíes para
ponerle a las rodajas de pan y del queso cabrero. Pide un cachito más de agua y
le amontona otra confesión a la tarde que se va.
Y claro que yo puedo llegar tranquila y
quedarme si quiero, total qué dejo acá. A mi tata, a mi mama, a la abuela, a
los changos, a todos los puedo venir a ver de vez en cuando. Y si no alcanzan a
poner la mesa entre todos, yo les traigo una mesa ya puesta porque seguro que
allá hay mesas grandes y puestas para siempre.
Un nuevo grito de su padre parte por la
mitad la conversación entre Griselda y el horizonte. Vuelve a la ranchada y
pica ajíes con la dedicación de un orfebre. Hay granos de maíz que son como
alhajas, las gallinas comen joyas, el alimento es oro y el estómago, la cueva
del tesoro. Comer hacia la noche termina siempre con su padre, guitarra en
mano, cantando vidalas y cuecas, chacareras y milongas, zambas y nostalgias.
Una luna nueva es la campanada que
anuncia el momento del sueño. Mullidas almohadas sostienen cabezas cargadas de
cansancio, extenuados cerebros sostienen anhelos cargados de resignación.
Hay aglomeración de anhelos en el sueño
de Griselda.
Es un tráfico de esperanzas.
Es un horizonte pelado la pampa de
Griselda.
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