No quedó nada.
El arrasamiento fue total, no quedaron siquiera los cimientos. Todo es
nada.
El humo de un cañonazo dibuja remolinos en el aire rancio de pólvora y
extenuación, ni siquiera son un jeroglífico, apenas un esbozo de rúbrica de la
devastación. El viento silba en este desierto sepia, en esta desolación amarga
donde los vidrios quedaron hechos trizas después de la última detonación. Se
cayó todo, se perdió todo, se murió todo.
No quedó piedra sobre piedra, todo terminó hundido en un océano de
dinamita y sinrazón. De los que guerreaban ahí, nadie sabía cuál era el motivo,
y los que sí sabían estaban lejos, viendo la masacre en HD. Fue espantoso,
ensordecedor, brutal, incesante. Las bombas tapaban los gritos, pero más
aturdía la imploración de los corazones en duelo. El tiempo se borró, irrumpió
un caos de días y noches, por completo carente de tregua. No quedó ni siquiera
una tregua.
Cualquier disparate de recuperación estaría adelante, no ayer, atrás no
quedó vestigio alguno, y el ahora es una noción sospechosa. Las confianzas y los
entusiasmos quedaron acribillados, domina el vacío, la soledad es colosal, no
hay dónde echarse a morir.
Se perdió todo, se desintegró todo, se murió todo, incluso el
campanario. Los recuerdos están debajo de los esqueletos y los huesos sueltos.
La grieta mutila a trescientos sesenta grados.
Explotó todo, estalló todo, hasta los antecedentes. No sé si hay otros
sobrevivientes, perdí la noción de la vida. Son plaga los escombros, los
hierros retorcidos, los árboles fracturados, los cadáveres. Sucedió. Pasó. Esto
no se parece a nada sabido.
No hay ramas… ni hojas… nada verde, nada más.
Yo estoy, y amanezco en el medio de esta noche, y mi sangre registra la
resurrección remota del único latido.
Me doy cuenta de que no estoy muerto.
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