Siempre, los mismos. No, los que firman planillas; no, los que dan el
Ok. No, los supervisores, los jefes de departamento, los voceros. No, los
directores, los gerentes, los que se la pasan tomando café. No, sus esposas;
no, sus amantes. No, los que hace años que cobran sin que les incomode ser
parásitos. Tampoco, los que llegan al rango mayor atropellando colegas. Mucho
menos, los ediles, los diputados, los senadores, los jueces, los embajadores.
El magnicidio jamás viaja en tren. Acá siempre se mueren los mismos. Los
morochitos, los que hacen changas, la señora que limpia, los operarios, los
hacinados, los anónimos… ¿Anónimos? Tu esposo, tu novia, tu amigo, tu prima, tu
hermano, tu hija, tu viejo, el loco que juega con vos al fútbol, la chica de la
fotocopiadora. Vos. Y para el diario, la policía, la estadística, sos un
número. Y para el mandato, la política, los estadistas, sos un número. O una
bandera a media asta. ¿Y hasta cuándo? Hasta la próxima vez, hasta el próximo
tren en que te vuelvas a morir. Porque acá siempre se mueren los mismos… esa
gente que no se sabe por qué tiene la maldita costumbre de morirse todo el
tiempo. En un estadio, un concierto, un par de islas, una ruta, en otro tren.
Los números no tienen familia, ni changas, ni amigos. Acá no se mueren los
números, acá siempre se mueren los mismos.
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