Vela muertos que nunca en vida le fueron propios. Pliega mantillas
que nunca usa ni le gustan. Improvisa religiones. Problematiza pecados. Dora
lágrimas. Le quedan crocantes, las azucara, las sirve para el té. Dura.
Transcurre. Late. Respira. No es.
Ninguno de sus muertos se entera de sus lágrimas (ni de las de
nadie). Ninguno de sus llorados precisa de su endecha, ni de sus coronas de
flores que mejor estarían en sus tallos. Por el vacío se deja llevar. Y dura,
transcurre, late, respira, no es.
Buscó fertilidad en el páramo, cotizó monedas en los países del
trueque, asfixió sus labios por falta de besos, dos líneas vírgenes secas de
desear. Lustró ataúdes, enroscó lamparillas pastel, preparó café para quienes
vinieran y aún hasta después de los aniversarios no llegó nadie. Jamás supo
quién murió ni cuándo ni cómo. Pintó cruces hendidas en la tierra, hileras
blancas sin oro debajo, pulsión viral de cobijar el luto.
Vio la mirada con la que nunca miraste. Escuchó el track que
ninguno de tus discos tuvo. Acopió en tarros herméticos la sustancia que
ninguna abeja pare. Jarabe amargo, pasta de moho, abrazos nulos, la miel
mugrienta.
Y así casi la vida.
Y así casi todo el agua de los ojos.
Y así es así.
Pero en un instante sucede otra cosa: algo se sale de línea, algo
se corre de regla; sin hinchadas de por medio, en un momento patea el tablero y
mata para vivir, para nacer, mata con placer lo que impide ser. Y desde ahora y
desde aquí, sin prensa y con lo puesto, comienza a ser. Es innegable que la
vida se abre paso otra vez.
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